jueves, 18 de febrero de 2016

Domingo


Es el día de la semana que el sonido de la calle donde vivo cambia. La toman las voces de los niños y niñas acompañadas por sus padres, tíos, abuelas... que les acompañan al paseo matutino.
De pronto escucho una voz adulta que dice: 
- ¡YA!
Y tras esta señal, un ruido de varias bicicletas se avecina velozmente entre gritos y risas de infancia.
- ¡Cuidado!. Se escucha, acompañado de un golpe. 

Silencio.

Rompe este silencio un continuo de palabras de ánimo, de acompañamiento, que vienen desde el amor de la voz adulta.
- ¿Estás bien? ¡Venga inténtalo de nuevo, con cuidado y listo!
- Es que se movía mucho, le temblaba el manillar. Dicen otras voces infantiles, señalando su error.
Desde mi punto de vista, voces infantiles tomando el rol de niños-adultos. (repitiendo el sermón conocido, el diálogo aprendido)

- Bueno, ahora Álvaro ya podrá agarrar su manillar con más fuerza, ya lo sabe.

Quieren intentarlo de nuevo y tras la señal de ¡Ya! vuelven a escucharse las bicis, relámpagos por la calle.

- Álvaro agárralo fuerte, Álvaro no corras tanto, Álvaro... dice la misma voz infantil.
Después, la voz adulta, con la misma delicadeza de antes:
- ¡Sara, deja a Álvaro!, puedes ocuparte de ti misma y que él haga lo que crea. 

Álvaro sabe que el adulto confía, que él mismo confía. Álvaro termina feliz su carrera, se escuchan sus risas y su voz que dice: 
- Sí he podido.

Sigo en mi cuarto, me sonrío. Es otro ejemplo más, prueba de este contagio por crear una educación diferente, una educación que nos permita ocuparnos y responsabilizarnos de lo que nos toca, sin señalar los errores de la otra para hacerle sentir inferior, sino señalando los errores con naturalidad, como paso y punto de inicio de un aprendizaje mayor, que se da en un ambiente cuidadoso, respetuoso y seguro. Si mamá y papá confían, los y las hijas confían.